Te escribo, desesperadamente, buscando una respuesta pronta, ajustada, llena de verbos, excusas, olores, mal sabores de boca tosca e inadecuada.
Mientras tanto, me ajusto los huesos y la piel de soltero, buscando entre cuerpos hirvientes una ranura inmejorablemente lúcida, limpia, dispuesta a marchitarse conmigo hasta pasado mañana.
Y, llega, pasado mañana. Y el correo me llena nuevamente de estampillas mojadas por varias lenguas, por idiomas desconocidos, de "nunca podría olvidarte", "no debía quererte tanto como quisieras".
Y cierro la puerta, y busco entre el desayuno, las moscas y la cena, un número al que le faltan los dígitos y le sobran tus huellas digitales.
Y llamo, suena, contesta la voz ronca de un viegésimo distinto a mí, el que debía ser yó:
¿Quién es?, pregunto
¿Quién es?, responde. Y cuelgo.
Y duermo boca arriba, con el rostro limpio, con el cuello sano, con el alma quebrantable, con el corazón hinchado y los huesos comprimidos hacia la mismísma piel de soltero que se ajusta a las sábanas que sobró tu cuerpo.
Y, llega, pasado pasado mañana, y la patria es distinta nuevamente, y el estado de sitio no está más, y llamo, y cuelgo, y nuevamente con la boca seca, te escribo.
Hoy, temprano ya es otra vez, y la patria es distinta una vez más, y vuelvo a llamar a un número que no me acuerdo, y la piel de soltero en sortija fúnebre se me ha vuelto.
Y, pasado después de pasado mañana, me muero en paz, al saber que tanto tú como la patria, de mando y disntíntamente mías, han sido una vez más.
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