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jueves, 29 de abril de 2010

El Síndrome de la Costumbre (Ajenas Vergüenzas)

Me acostumbré, a madrugar cuando un dios dormía todo el día, a que el corazón sienta mejor cuando los ojos no lo espían, a que mis terceras no estén del todo vencidas, y apostarle a mis segundas impresiones, cuando las mil y un anteriores jugaban a no contarnos las mentiras…

Pero qué bien se ve, rejuveneciendo la vejez, seduciendo la costumbre entre tu piel. Por acostumbrarme tengo, los labios secos de no besarte, las manos toscas de no tocarte, la voz ruidosa de no escucharte, el alma intacta por dilatarse. Pero tengo la hueste de los miserables, la luna llena y tantas menguantes, las condolencias de puntos y apartes, las últimas cenas de todos los martes, la sed de lo ajeno, sujeto constante.

Y a veces, la misma costumbre condena el encuentro en la misma terminal, donde el mismo corazón se juega las damas con el mismo azar, donde los mismos lunares están en el mismo lugar, y las mismas palabras no se cansan de contar, una y otra vez, las mismas caricias que olvidamos en el mismo placard. Fuese como si el mismo día se hospedara con la misma ansiedad, una vez más…

Y al despertar, podría dejar tendido el cuerpo sobre las sábanas sordas, recordando su espectáculo veinte y cuatro horas. O podría robarme el aliento, gastar la voz y no decir lo siento, descontrolar a un corazón moribundo sin presencia, deambular sobre el destierro con faltas de experiencia, y despedirme de las ajenas vergüenzas…

La costumbre puede que te nombre en madrugadas sobrenombres, y anocheceres de rencores, aunque no recuerde el pulso donde te escondes… No dije nada y tampoco todo, estoy en medio de un semáforo en rojo dispuesto a accidentarme accidentalmente con mis antojos. Vete resumiendo las excusas y condenas, que no hay costumbre que por mal no venga…

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